El Tabernáculo era el Templo móvil de Israel en su peregrinación a la Tierra Prometida.
Entre los muchos utensilios había el candelabro de oro puro. La orden divina era que sus
siete brazos estuvieran continuamente encendidos. Para ello, los sacerdotes debían colocar
aceite puro de oliva de manera constante. (Éx. 27:20) Bajo la Nueva Alianza, cada nacido
de Dios es un Templo ambulante del Espíritu Santo en dirección a los cielos.
Este nuevo templo, al igual que el Tabernáculo, también necesita del aceite para mantenerse
encendido. Su luz no puede apagarse nunca porque representa la presencia de Dios. Los
sacerdotes se dividían en turnos para no dejar el Templo en la oscuridad. El aceite no podía
faltar. Era un sacrificio constante. Las llamas del candelabro hoy son la fe viva y activa. Una
fe racional, inteligente y sobrenatural que exige el sacrificio de la propia voluntad.
Para mantenerla es necesario el sacrificio permanente del propio yo en beneficio de la voluntad
de Dios. Si hacemos un balance de por qué hay tantos creyentes apagados, se podrá
constatar la falta de luz. Es la ausencia del Espíritu.
Y hay falta de luz porque hay falta de aceite puro. Sin combustible no hay fuego. Sin fuego
no hay luz y, por consiguiente, hay tinieblas... Otro ejemplo es Moisés. Él creía en Dios. Y
cuando miró al monte Sinaí y vio el fuego en la zarza, dijo: "Iré allá y veré esta Gran
Maravilla" (Éx 3:3). Esto fue una revelación de Dios a Moisés. Al llegar allí, el fuego le habló
(Éx 3), él creyó, y ese fuego pasó a estar dentro de él. Por eso tuvo la fuerza para hacer lo
que hizo y enfrentar a Faraón como lo enfrentó.
Moisés subió al Monte Sinaí apagado y descendió encendido. Dios no pediría un sacrificio
grande (entrega total en el altar) si no tuviera una gran recompensa para esa actitud.
Moisés subió al Monte Sinaí para "ver la gran maravilla" y Dios quería hacer de Moisés "la
propia maravilla".
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